Jamil y Noa, era una pareja de gatos vagabundos, que callejeaban a sus anchas por Antalya, Turquía. La ciudad entera constituía una casa, mas no un hogar, por eso emprendieron una romántica existencia afincada en el compañerismo. Así siendo, vivir derivó en un constante ambular, cargando esperanzas, descubriendo sitios tentadores, enlazando búsquedas, zurciendo soledades. La pesca del alimento necesario conformaba el norte, aunque el mutuo cariño venía a ser el vehículo que encaminaba el rastreo. De allí que recorrían todos los rincones sin ataduras que le cercenara la libertad, yendo de calle en calle, de basural en basural, de bocado en bocado, ensamblando miradas con suaves lambetazos; convirtiendo la intemperie en un cobijo de amor. No hubo situación climática que los detuviera. El viento y la tormenta los vieron cruzar. Ni el frió que recortaba los movimientos, o el calor que sugería abrazarse a la sombra, lograron derretir tanta unión. Sin embargo, el desembarco de un avieso día trajo el estilete de la desgracia.
Todo ocurrió una tarde que decidieron atravesar una vía céntrica. Noa iba delante, cuando el nubarrón de un descuido le desenfocó la distancia, y un mal cálculo la dejó a merced de un automóvil. Los ojos de Jamil se desorbitaron. Un gesto y un arañazo al aire compusieron el grito de advertencia. Pero la fatalidad llegó antes que el aviso. Noa vio un armazón de chapas brillantes montado en veloces ruedas. No le dio tiempo a huir. Sólo atinó a agachar la cabeza. La fuga por la rendija de la salvación habíase cerrado de repente. ¡El impacto fue terrible! Sintió la fuerza del mundo reventando en todo el cuerpo. El dolor le arrancó las babas, y el golpazo la arrojó en el difuso espacio del asfalto. En medio de desgarradores maullidos la gatita pataleaba enloquecida. La respiración ya partía hacia el confín de la agonía. Las luces y las sombras le mostraban el desabrido gris del apagón.
El coche conducido por la arrogancia humana, no paró; sin inmutarse continuó rumbo a la impunidad del anonimato. Movido por el reflejo del instinto, de un salto Jamil plantó presencia junto a Noa. Viéndola en estado moribundo, puso urgencia en la dentadura y la arrastró a un lugar seguro, antes que el intenso tráfico le robara el aliento de vida que aún la mantenía. Después, aplicando un insospechado conocimiento, valiéndose de las patas delanteras comenzó a masajearle el corazón.
El sitio íbase llenando de curiosos. En los rostros humanos desencajados por el asombro, rodaron las lágrimas cuajadas de emoción. La gente, consciente del dramático momento, miraba sorprendida el esfuerzo y la insistencia del gato. No obstante, nadie intervenía, confiando en que la capacidad del animal acabaría por recuperar a la compañera. La insólita escena trajo inspiración a alguna persona, dado que prontamente comenzó a filmar. Jamil repitió el procedimiento a lo largo de dos horas.
Mehmet Ali Aikaya, estudiante de medicina, resolvió ayudar. Empero, la acción desplegada por el minino lo frenó el impulso. En tanto, Jamil, advirtió que el desesperado intento de recuperación devino en completa inutilidad, ya que Noa murió entre sus patas. El inflexible pincel de la realidad le pintó un lienzo poblado de desaliento. Entonces, arrimó la cara a la cara de la gatita, y ahí quedó; adherido al rostro amado, y sin otro deseo que morir para irse con ella. Permaneció inmóvil cual un meteorito vencido, haciendo de la muerte el escalón conducente al infinito. La tristeza del gato halló réplica en los corazones de los presentes, pues dejaba a la luz de la comprensión el sufrimiento animal que los hombres insisten en ignorar. Alguien llamó a la Cámara de Medicina Veterinaria.
Al poco rato apareció el doctor Muamar, presidente de la Institución, acompañado de un colega. Lo sorprendió la descripción de cómo el felino masajeó el corazón de la gatita. En treinta y un años de profesión jamás supo de nada igual. Rápidamente aterrizó una jaula portátil. En ella metieron a Jamil transido de pesar. El cuerpo de Noa se lo llevaron envuelto en papeles de periódico. El presidente de la Cámara de Medicina Veterinaria, declaró: “He visto muchos animales muertos en las calles ante la indiferencia de los transeúntes, pero el acto asumido por este gato callejero, nunca. Es todo un ejemplo dirigido a los humanos. Los animales abandonados en Turquía tienen una máxima esperanza de vida de dos años, por causa de las enfermedades y accidentes en el tráfico. Qué el ejemplo de este gato nos abra el corazón hacia la desgracia que viven”.
El cadáver de Noa fue incinerado. Jamil ahora está aguardando adopción sin el menor entusiasmo. Además, la partida de Noa le ha diluido el afán de libertad. Con el dolor de la ausencia ahondando el pozo del desgano, gime dentro de un silencio pegajoso, centrado en la reconfortante tarea de reavivar recuerdos. Para él la vida se ha tornado un soplo carente de sentido o de envergadura. A sus ganas de vivir la suplantó un sentimiento de derrota; como el de la hoja seca despreciada por el árbol, a la espera del viento que la tirará a los pies de la muerte.
Autor del Texto: Ricardo Muñoz José
Fuente: http://linde5-otroenfoque.blogspot.com/2010/04/gatos-callejeros-una-leccion-de-amor.html
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